El trabajo como medio para salir de la autorreferencia
Me declaro “trabajólica”. Siempre lo fui y lo sigo siendo. No me convencen las frases como “para qué te matas trabajando si nadie lo agradece”, “ves, esto igual no te blinda para que te despidan”, “si no te pagan mucho, no tienes por qué trabajar tanto”. Esto pone el sentido del trabajo en los demás, en las circunstancias, lo que constituye la mayor diferencia en lo que a mí respecta. El trabajo bien hecho, y la energía que ello requiere, no tiene que ver con la retribución que recibiré, sino que con lo que obtendré como satisfacción propia, y eso tiene que ver con los estándares de excelencia que cada uno tiene en su modelo, algo en lo que nadie puede intervenir.
El trabajo ha sido mirado desde el inicio de los tiempos como un “castigo”, algo que tendremos que hacer como penitencia al pecado original. De esta forma, la perspectiva automática que refleja el trabajar, se asocia con obligaciones, malos ratos, tedio, tolerancia, etc.
Si bien el trabajo es la forma que las personas utilizamos para generar ingresos, el tema que conlleva es bastante más importante que eso: nos desarrolla, nos pone a prueba, genera autoconocimiento al enfrentar día a día situaciones que en un contexto no laboral nunca llegaríamos a conocer de nosotros mismos. Nos enfrenta a un mundo que no conocemos inicialmente y, básicamente, nos enfrenta a nuestra propia naturaleza, inexplorada en ciertos ámbitos.
En general, nuestra naturaleza tiende a centrarnos en nosotros mismos, en nuestras preocupaciones, en nuestros deseos y necesidades, y más allá de nosotros, sólo alcanza para nuestra familia y cercanos. El trabajo entonces, nos “obligaría” a salir de este círculo para abarcar, para ser parte de algo más grande, trascender hacia los demás, los conocidos y los lejanos, los que se ven afectados por el trabajo que realizo, y que tiene un sentido y razón de ser, en función de algo que va mucho más allá de mi interés individual.
Cuando se hace un buen trabajo la retribución del individuo que lo hace es intrínseca. Es decir, más allá de un sueldo, bono o compensación económica, el saber que se es útil da un sentido de gratificación que no se puede experimentar en una condición diferente. El hecho de superar obstáculos, ejercitar día a día la voluntad para cumplir, ejercitar el entendimiento con los otros, y desempeñar el rol en el que se es bueno, genera un bienestar que no se logra en un estado diferente al del trabajo. El ser humano alcanza su plenitud cuando se pone a prueba en este contexto, y quizás esa falta de retribución intrínseca, y ese grado de plenitud en medio de la exigencia, es algo que no se puede reemplazar ni estando de vacaciones, ni viajando, ni desarrollando actividades que sólo implican placer y agrados, porque sólo se puede valorar el descanso cuando existe el cansancio.
Soy de las que cree que el trabajo es una fuente de felicidad.
Desde la premisa de Aristóteles que decía que sólo es ético quien no sólo desarrolla un trabajo, sino que lo desarrolla con excelencia, el apasionarse en hacer lo que uno sabe hacer (, para otros,) genera para otros una entrega que es gregaria, es decir, que pone en juego la condición básica de la esencia humana. Que me pone en contacto con otros, que me permite trascender hacia un entorno, contribuir a una sociedad, afectar el mundo en el que vivo, para bien o para mal, y eso ya es demasiado poderoso como para no ver el valor que tiene y el privilegio que significa poder ejercer un trabajo para el que se es bueno.
Confucio decía que el que encuentra un trabajo que le gusta, no trabajará ni un día más en su vida.
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