Cuentos de Transición: “Dolores”
Por William Johnson, Ejecutivo en programa de Transición de People & Partners
(Antes de partir, asegurar tranquilidad por 10 minutos, conectarse http://tunein.com/radio/Calm-Radio—Solo-Piano–Guitar-s132811, leer lento y sentir el efecto de las palabras antes de pasar a la siguiente)
Ella es una mujer como cualquier otra y como pocas. Su vida es la historia de una mujer en el cuerpo de otra mujer, viviendo la vida de muchas mujeres.
Su destino se le reveló muy temprano. Ya antes de nacer se arrastraba camino a la vida sintiendo en su cuerpo el trabajo de parto de su madre, hasta finalmente ver la luz por primera vez. Una llama tenue que bailaba iluminando su rostro y detrás, otro rostro, el de su padre, buscando meticulosamente alguna imperfección, un fallo de la naturaleza, una enfermedad o señal de los demonios que justificaran ante su iglesia y pares ese impulso visceral de apartarla, condenarla al destierro, encerrarla en el olvido o lo que su desesperación dispusiera.
Rodolfo Roman Sarmiento, capataz de la estancia “El Madrigal”, casado con doña Rosalía Luna, fiel a su imagen y carácter, quería un hijo varón.
-Sarmiento siempre ha sido fuerte y determinado- decían sus conocidos. Sea para poner en línea a un peón descarriado o para mostrarle al destino que a él, ni la Divina Providencia le doblaba la mano. No recibió en sus brazos a ese nuevo ser, le llamó Dolores y colgó de su espalda la promesa de abrazarla cuando ella fuera todo un hombre.
Fue la primera de muchas otras jornadas de Dolores en “El Madrigal”. Así vivió cada día de su vida escapando a ese primer día, buscando algún refugio en la perfección de sus labores, en el silencio de sus pasos, en el arte de estar sin estar, con la esperanza de la tibieza de una aprobación.
Sarmiento no la volvió a mirar ni llamar por su nombre, trató a su madre como si nunca hubiese parido una criatura. La ignoró de todas las maneras en que se puede ignorar a un ser humano, al punto que él, como muchos otros, olvidaron que existía.
Doña Rosalía vagamente recordaba cómo era la sonrisa de su marido. De cuando en cuando perdía su mirada en la línea de los cerros que delimitaban la estancia, tratando de rescatar esa expresión desde las profundidades de su mente. Una que le mostró la noche antes que naciera Dolores, mientras hacían planes para el futuro de la hacienda. Esa sonrisa iluminó sus ojos y su vida como lo harían 110 velas en su pequeña habitación.
Su hija crecía entre sus faldas, entre animales, entre trastos de cocina y la burla de los peones. En el día descalza por los cerros con el ganado, por la tarde con su cara en el fuego, preparando el alimento, y al caer la noche, en el establo durmiendo con otros animales.
Con cada amanecer, el frío de la mañana arrastraba a Dolores a los recuerdos de su origen y a repetir durante la jornada un acontecimiento que vivió otra mujer en algún momento de su historia. Así, con cada día iba tallando nuevas cicatrices en su memoria y su piel.
En tanto, Rosalía dudaba de esas imágenes en su mente, la sonrisa que buscaba la esquivaba o se le aparecía como una mueca de desdén, a veces como de burla, como cuando su marido se despidió un día con un frío hasta nunca. Un eco de los juegos del mismo destino que los dejó enterrados hasta los huesos en la estancia.
Un día, Cuando Dolores tuvo edad para decidir si quería vivir, se acercó caminando despacio entre la plantación hacia donde estaba doña Rosalía y sin hacer ruido la abrazó. Se quedó unos segundos ahí, en medio de la estancia bajo las nubes negras que cubrían el cielo, los cerros, el horizonte, y todo lo demás.
Levanto su cabeza, miró a su madre y preguntó:
– ¿Por Qué?…
Pero las cenizas del tiempo ya habían caído sobre esa robusta mujer, secándole el alma y la voz. Apenas suspiró dejando escuchar algo así como un gemido y se apartó dejándola ahí, envuelta en el silencio que deja la distancia entre dos. A lo lejos, un relámpago trizo el vidrio de sus ojos anunciando lo que tenía que venir.
Esa noche no paro de llover, los truenos removieron la tierra y los rayos rasgaron el cielo sangrando el diluvio que anunciaron los sabios en sus proverbios. Profetizaron ese diluvio que barrería con todo en una sola noche y cubriría por completo el lugar, con un lodo espeso.
– El diluvio, el diluvio!! – gritaban adultos y niños.
Todos hablaban del repentino desastre sin poder entenderse. Cubrían sus cabezas, corrían, rogaban misericordia, protegían sus pertenencias y miraban al cielo.
En cambio, Dolores caminaba tranquila mirando el suelo húmedo. Lo sabía de siempre, sólo quedaría el lodo y las historias enterradas en él, nada más. No valía la pena arrancar como los otros. Mientras más arrancaban, más se enterraban en el lodo, más se hundían las pertenencias, más se ahogaban las plegarias entre el enredo de truenos, gritos y la lluvia.
El frío matinal del nuevo día encontró a Dolores lista y preparada, cayeron los primeros rayos de luz y chasqueó con fuerza las riendas de su carreta. De un salto comenzaron a girar lentamente las ruedas por el lodazal, dejando atrás sus últimas huellas en lo que un día fue la hacienda “El Madrigal”.
Llevaba consigo pocas cosas, las que pudo rescatar de s historia en la hacienda. Las cartas de su abuela, el vestido de carnaval, los trastos de cocina y su libro de proverbios.
Las cicatrices seguían allí, en su rostro y en su piel, escondiendo la historia de muchas mujeres en su propia historia, pero ahora iluminadas por el sol de la mañana, jugando con el nuevo día, tan frescas y plenas como su sonrisa de mujer.
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